jueves, 4 de mayo de 2017

Como querer a todos y a ninguno en especial

Alguna vez escuché decir a una hermana del albergue: "Hay que querer a todos pero a ninguno en especial." 

Sólo hasta hoy entendí lo que significa esta frase que me ha enseñado cual es la función de un buen voluntario.


Son las 2 de la tarde y de nuevo suena el teléfono, tras varios mensajes de whatsapp. Julia, una paciente de 13 años está internada en el hospital desde hace un mes. Su estado es crítico. Tiene Leucemia Mieloide Aguda y el transplante de médula es su única opción. Donantes los tiene, es la última de nueve hermanos y cuatro de ellos son compatibles. El único problema es que está muy baja de plaquetas y su cuerpecito esta muy débil para seguir dándole batalla a una enfermedad que la hace estar alejada de su familia que vive en Chachapoyas desde hace 4 años. 

Respondo la llamada y escucho: "Hola! por fin me contestan, ayer donaron las plaquetas pero me dice la doctora que Julia ya no las necesita, que su cuerpo ya las está produciendo....pero y si no es así? y si vuelven a bajar?" y prosigue "estas plaquetas solo duran 24 horas y eran para ella, no sería mejor ponérselas ya?"

Me quedo callada por un momento y luego digo que no soy médico y por lo tanto no puedo interferir en la labor de los mismos. Que es la doctora de turno quien debe tomar la decisión, si le pone una nueva unidad de plaquetas o no. Lo único que podemos hacer nosotros como voluntarios, es hablar con una de las hermanas del albergue, quienes están siempre en contacto con los médicos en el hospital ya que lo visitan a diario y transmitirles nuestra preocupación.

La voluntaria en el teléfono me dice "ok, parece que soy la única que se preocupa, pero bueno, eso haré." usando un tono de voz bastante mortificado y me cuelga.

No es verdad que sea a la única que le preocupa. 

Julia es una de las niñas más dulces que conozco en el albergue. Una de las más animadas cuando llegaba con mi cargamento de materiales para hacer pulseras, ella fue la que me enseñó a hacer pompones. Siempre bromista pero a la vez muy cariñosa.

Recién fue su cumpleaños y aunque no estaba apta para recibir visitas, igual nos las ingeniamos para meter unos globos con helio y llevarle unos regalitos a su piso. Estaba feliz. Dios sabe cuánto daría yo porque esa sonrisa nunca desapareciera. Me encantaría tener la cura mágica para quitarle siquiera un poco el dolor, la tristeza y el fastidio de esta penosa enfermedad contra la que le ha tocado luchar.
Pero Julia no es la única que lucha. Está Juan, quien tiene 7 años y que desde que fue transferido de Cusco hace casi dos meses, no pisa la vereda fuera del hospital. Está la mamá de Juan que cuando me ve a mí o cualquiera de las otras voluntarias llora para desahogar su angustia ya que no entiende las notas de los médicos porque no sabe leer ni escribir. Esta Nicole, de tres años, nuevamente internada  y su mamá también. Están muchos, muchos pacientes que ni siquiera pertenecen al albergue al que ayudo, pero que es imposible no acercarme, conversarles, jugar un poco con ellos. Son tantos que en realidad necesitan nuestra atención, que tenemos que tratar de no perder nuestra perspectiva ni el objetivo de nuestra función.

Definitivamente,  es difícil no encariñarse, podría decir incluso que hay quienes conectan con nuestro corazón más fuerte. Pero el problema de uno de ellos no puede detenernos y menos hacer que nuestra preocupación y angustia sea un obstáculo para la gestión normal de los bancos de sangre ni la labor de los médicos. Buscar información sí, conversar con ellos para saber cual es la situación, pero tener muy claro que jamás podremos interferir con sus decisiones. 

Nuestra labor es dar consuelo y tranquilidad, dejar de lado nuestra propia angustia para ser calma, para los familiares del paciente y en especial para el propio paciente.

Pero debo reconocer que a mí también me costó aprenderlo. Me costó desprenderme de las emociones y sentimientos que afloraban por esos pequeños, para dejar fluir las cosas y dejar de controlar. Finalmente yo como voluntaria, estaba ahí para vivir el presente con ellos, hacerlos reír, llevarlos a comer pollo o pizza, hacer manualidades, hacer de su tiempo de vida, un tiempo placentero, sin importar cuanto dure. Entenderlo racionalmente, no costó tanto como asimilarlo internamente, pero al cabo de un tiempo de ver a algunos de estos angelitos partir (en algún momento, uno detrás de otro), no me quedó otra que aceptarlo. Y aceptarlo me ayudó  a desempeñarme mejor como voluntaria y seguir brindando consuelo, compañía y alegría a los que llegaron luego.

Una de las cosas que me alegran el alma es verlos sonreír por eso aunque suene duro prefiero quedarme con el recuerdo de la alegría de muchos de ellos en el corazón que verlos cansados, tristes y angustiados. Ellos ya no sufren, están libres de todo dolor en un lugar donde el cáncer no llega. Finalmente venció el amor más grande y se los llevó a gozar la felicidad eterna. 

También están los que se regresan a su hogar en provincia. Los que ganan la batalla en la tierra y sólo vienen ya para sus controles. Sin duda ellos también dejan una huella y el recuerdo de su sonrisa. 

Por eso considero que uno puede tener las ganas y el tiempo (más las ganas que el tiempo pienso yo) para ofrecer su ayuda en alguna institución benéfica, pero eso no es suficiente para desempeñar bien esa función. Es algo que se aprende con la práctica, algo que muchas veces demora en aprenderse,  pero que cuando finalmente se logra asimilar con el corazón, promete un camino que si bien no está exento de tristezas (somos seres humanos) puede ser mucho más beneficioso, no sólo para ti sino en especial para quienes acompañamos.



Gracias por leerme y hasta la próxima!!

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