lunes, 5 de diciembre de 2016

Donde el corazón te lleve




Mi experiencia con el tema del voluntariado hasta el año pasado, no fue otra que la que acumulé en las visitas a obras sociales con otras mamás de los colegios de mis hijos. Y si bien he colaborado para diversas instituciones, nunca antes me involucré mucho con ninguna. 

Pero no fue hasta febrero de este año que las cosas cambiaron.

Recuerdo cuando llegué al Albergue Frieda Heller para niños y mujeres con cáncer de provincia. Llegué por invitación de una amiga, quien a su vez había sido invitada por otra para conocer el albergue e iniciar una campaña de recolección de Lanas y palitos para las mujeres acompañantes (mamás en su mayoría) de los niños y algunas pacientes, con la idea de llevarles alguna distracción y hacer su estadía más placentera. No lo pensé dos veces y me ofrecí a ayudar con esa gran idea, lo hice a pesar que el tejido, no me resultaba tan atractivo. No me gusta tejer, tengo los peores recuerdos de mi clase de tejido del colegio, cuando nos enseñaron a hacer ropones y resulté jalada en el intento. Pero no sé por qué razón,  estaba tan entusiasmada por conocer el albergue, así que decidí ir igual y hacer otro tipo de actividades con los niños (con quienes siempre tuve una afinidad especial) y sus mamás. Se me ocurrió entonces, llevar algunas mandalas para colorear que yo misma imprimí (había aprendido en el estudio de yoga al que asisto, que pintar mandalas era una terapia muy buena para manejar el estrés y liberar emociones). Así que con un taper de colores reciclados de mis hijos (de hoy ya 20 y 15 años) y mi set de mandalas para todas las edades, emprendí la nueva aventura de conocer el albergue.

No esperaba encontrar un lugar tan alegre, el personal muy atento, monjitas amables y sonrientes; y cabecitas rapadas correteando y gritando por los pasadizos. Un ambiente realmente distinto al que me había imaginado.


No me fue difícil lograr conseguir algunos pequeños entusiastas que quisieran colorear, quienes con la ayuda de mi hija y otras voluntarias adolescentes se sentaron a pintar, seguidos por dos señoras a quienes el tejido tampoco parecía entusiasmarlas mucho. Y entre trazos de colores la conversación fue surgiendo de a pocos, desde los temas más triviales como los colores preferidos hasta los más profundos como los sentimientos de angustia por la enfermedad y la tristeza por estar lejos de casa. No esperaban consejos ni siquiera consuelo, sólo empatía, buscando transmitir un poco de lo que sentían y quizá de ese modo liberar parte de la carga pesada que llevaban consigo. 

Ese día conocí a Gili (su nombre real es un poco difícil de pronunciar....hasta hoy), quien recién había llegado de la selva para ser operada, me contó que trabajaba como chef y que su enfermedad la había alejado de lo que más le gustaba: la cocina, ya que el calor no le hacía bien. Por lo que ambas quedamos en buscar algo que pudiera hacer y le resultara casi tan atractivo como la cocina, mientras durara el proceso. 

Fueron dos horas intensas y a la vez tan relajadas, era extraño como iba recibiendo algo que nunca pude experimentar de otra manera. Esa calma, esa paciencia que me costaba tanto encontrar a veces en mi propio espacio, afloraba sin esfuerzo. 


El sonido de la campana, que hoy es tan conocido, dio fin a la visita con el firme propósito de volver el siguiente martes y los que vinieran luego, con más dibujos y otras actividades.

Me despedí feliz. Esa tarde algo cambió dentro y para siempre. Será porque esa tarde también conocí a Ruth, la niña de la sonrisa eterna a quien le encantaba tejer y decorar lápices, a Luis el niño extrovertido que hacia bailar su silla de ruedas, a Neil,  el chico fuerte que quería ser policía, a Morelia, la niña dulce a quien le encantaban las pulseras y a tantos otros niños que hoy llevo en el corazón, los que me enseñaron tantas cosas en este año tan lleno de anécdotas. Aprendí como ser más linda con una pulsera hecha por ti, como ser más fuerte con una máscara de súperheroe, como no dejar de moverte aunque te falte una pierna y como ser feliz con las cosas más simples. Aprendí como nunca dejar de sonreír y ser la mejor versión de mi misma.

A partir de esa tarde regresé cada martes siguiente y me fui involucrando cada vez más con la causa; y con la gente. Es como si hubiera llegado a un lugar conocido desde siempre, un lugar donde a veces siento que tardé tanto en llegar. 

Pero finalmente, no importa cuanto tiempo haya pasado, si llegué antes o después, porque fue el corazón quien me llevó al albergue con la firme decisión de quedarme.

Hasta la próxima!









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